A veces me pregunto ¿para qué ir e ir y seguir yendo a los castings?¿cuáles son las posibilidades de que, entre chorrocientas mujeres con bellezas de todos tipos, justo, justito, justitito la que necesiten sea yo? Debe ser porque me cuesta renunciar a las cosas, porque la insistencia es mi bandera de lucha y… por siaca.
Y es que creo que siempre he sido así, insistente, tonta de idea fija, terca hasta el final, aunque a veces no valga la pena. Los deportes son el mejor ejemplo. Comencé a hacer gimnasia olímpica cuando tenía cuatro años. Todos los adultos me admiraban en las presentaciones porque era la más chiquitita del equipo, y, cuando caía, se reían y me aplaudían para alentarme. Sin embargo, los años pasaron y, a pesar de que me levantaba tempranito a entrenar y me inspiraba viendo la vida de Nadia comanechi cada vez que la daban en “tardes de cine”, las caídas pasaron a ser porrazos, las risas se convirtieron en sentidos “uuuhhh” y las únicas medallas que obtuve fueron las de chocolate que compraba en el kiosco afuera del gimnasio. Después hice voleibol. Esa era la mía: estaban todas mis amigas del colegio y el entrenador era lo más guapo que había visto, además de seleccionado nacional. Entrenaba tres veces a la semana y no faltaba nunca, mis brazos de volvieron de acero con los golpes de la pelota, ensayaba cada día los piques porque, según mi papá, siempre corrí con las patas chuecas y hacía miles de sentadillas para fortalecer mis muslos y resistir los diabólicos remaches del rival. Pero cuando llegaba el momento de competir… a la banca. No importa!, hacía barra, además igual ganábamos los partidos, así que me iba a celebrar a la cancha como si yo misma hubiera marcado el último punto. “Pal otro me tocará”, decía yo, pero llegaba el otro y yo… en la banca. Terminé siendo la aguatera, y la verdad es que estaba bien porque era pésima jugando. Hasta que se me ocurrió meterme a cien metros planos. Entrenaba todos los días en el estadio local, mi elongación era buena por mis años de gimnasia, así que hacía buenos calentamientos e intentaba copiar todos los movimientos de Carla Villanueva, temida y respetada, corría como el viento y tenía estilo. Hasta que un día nos fue a visitar el rector del colegio, miró como calentábamos junto al entrenador y quiso ver una competencia. Palmoteó la espalda de Carla Villanueva. “Ya todos conocen a nuestra campeona de siempre” dijo y dijo también “¿Quién quiere correr contra ella? A ver si hay campeona nueva pueh!” Todas nos miramos en silencio. Nadie se atrevía a tal osadía (o estupidez, quizás), nadie, excepto… “veo una mano levantada”, dijo el rector. Obvio que era la mía. Caminé a la pista en cámara lenta, tome posición de partida, miré de reojo cómo Carla se sonreía, miré el final de la pista y noté el calor del suelo que subía simulando el reflejo del agua. De pronto la ambición comenzó a invadirme y quise ganar: cerré los ojos, sentí cómo una fuerza interna se iba apoderando de mi cuerpo y tuve la certeza de que correría como nunca lo había hecho antes ni lo haría después, de que ese día sería héroe, de que vencería a Carla Villanueva y mi historia cambiaría. Abrí los ojos, oí el balazo y comencé a correr gritando.
Carla Villanueva me venció por mucho. MUCHO. Y, disimuladamente se burló de mí. Todos lo hicieron. Pero el rector reconoció mi esfuerzo, dijo que había sido valiente y, ante el estupor general, me rindió un homenaje invitándome a comer helado en la plaza del pueblo. Tantos años insistiendo finalmente daban recompensa, ¿por qué habría de ser distinto ahora?
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