A chorus line... cuando chica debo haber visto esa película unas quince veces, soñaba con dar audiciones en Broadway y gozar arriba del escenario: ensayaba frente al espejo la expresión de mi cara cuando el joven Michael Douglas dijera mi número seleccionado y conocía de memoria la coreografía de “One singular sensation” en caso de que alguien viniera a Chile y me descubriera bailando en la semana del colegio.
En ese entonces jamás imaginé que ir a audiciones y castings sería el odioso trámite que es para una “actriz no descubierta” como yo, pues no te reciben en un magnífico teatro, donde un guapo con un cigarro en la boca te espera sentado frente al piano de cola, sino en un local con olor a cuerpo en el subsuelo del Omnium, porque tú eres el número 103 y no hay ventilación, y no dices el monólogo de Shakespeare de un minuto y medio que te salía tan fantástico con tu mirada de tigresa melancólica, sino que acatas las indicaciones: “sonríe, gira a la izquierda, mira a cámara: sonríe, gira a la derecha, mira a cámara: sonríe, gira completa, sonríe, gracias, ¡siguiente!” y las dos horas y media de espera se han transformado en 47 segundos de excitante… casting. Bueno, esos son los publicitarios, esos a los que uno dice “no vengo nunca más a esta mierda, si igual nunca quedo”. Sin embargo te llama tu agente y te dice “anda porque pidieron que fueras especialmente tú, porque quieren sólo actrices, si vieras lo cerca que estás siempre de quedar, si la niña que hizo el de té se enfermaba lo hacías tú, y son 320 luquitas por medio día de filmación, medio día no más…”. Entonces uno se quiere engrupir con la plata, se pone la ropa con la que se ve más flaca y parte. Mientras caminas al lugar, te vas autoconvenciendo de que tú puedes ser la elegida, pones cara de cool, te miras en el reflejo de las vitrinas , te encuentras rica y ya estás gastando las 320 lucas cuando chocas con un cartel que dice “casting” y una flecha que indica una pequeña cabañita al fondo de un corredor con enredaderas mal cuidadas. A medida que te acercas comienzas a ver a tus contrincantes: Argentina, 1.77, trigueña, 50 kilos, tres comerciales este año; Brasileña, 1.83, rubia y crespa, 52 kilos, 9 comerciales este año; Chilena, 1.80, piel clara, pelo negro… espérate, no es la hermana de… aaaahhhh sí, sí es: 46 comerciales este año. Llegas a la cabañita y de detrás de una cortina sale un gordito que te inscribe: “Chilena, 1.60, 57 kilos, pero yo soy actriz, anota eso porfa!” Y te sientas a esperar.
Y ahí estoy, sentada media hora después, viendo en los espejos que rodean la salita de espera cómo mi cabello va dejando de tener volumen y pensando cómo lo harán esas dos que están sentadas más allá para mantenerlo. Y comienzo a mirarlas: altas, bellísimas, perfectamente ubicadas cada una sobre su silla, tienen movimientos delicados y un volumen discreto para conversar. Vuelvo a mirarme en los espejos y me pregunto qué hago esperando, si me faltan centímetros y estilo y me sobran los kilos y decido que no tengo nada que hacer aquí. Justo antes de salir de la cabañita, me daba vuelta para mirar una última vez a las dos que retocaban su maquillaje cuando llamaron el número de una de ellas, quien se para de la silla y, casualmente, pasa a llevar el rouge de la otra dejándole una gruesa línea en la pera. De pronto la rayada se para y, con los ojos inyectados, grita estridentemente: “maricona, lo hiciste a propósito, te conozco”, empuña la mano, toma vuelo y le da tal combo en una pechuga, que la otra queda pegada en uno de los espejos, inmóvil de la cintura para arriba y tirando patadas de la cintura para abajo diciendo con voz ahogada “yegua de mierda, yegua de mierda!” mientras la rayada huye al baño casi llorando a arreglar su maquillaje.
Y mirando esto decido: definitivamente, no tengo nada que hacer aquí. Y me voy.
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