Recuerdo mi primer casting. Había entrado hacía dos años a la escuela de teatro y lo cierto es que no era una de las alumnas destacadas de la institución: preparaba mis personajes con mucho ahínco, luchaba porque el prescindible “guardia n°7” o el irrelevante “amigo n°2” tuvieran un lugar memorable dentro de la obra que montáramos. Y no crean, mis esfuerzos lograban aceptación dentro del público que iba a ver los exámenes de mi curso, sobre el “guardia n°17”, por ejemplo, la abuela de un compañero mío comento, cuando yo pasaba por su lado “¡Ahora me puedo sentir segura, ha llegado la policía!” palmoteando mi espalda. Pero esto no lo entendían los profesores. Llegado el momento de la evaluación, ellos comenzaban: “Hay un alumno reprobado en el curso”. Todos temblábamos. Yo más. Giraban el rostro hasta enfrentar mi cara y continuaban mirándome: “tus personajes son olvidables, no logras transmitir emociones y no es porque tu papel haya sido chico, porque no existen los personajes chicos, sino los actores chicos… Supusimos todo el semestre que ibas a echarte el ramo, sin embargo, tienes un 4.2 y tú no eres la reprobada”. A tal descalificativo y, luego, salvador rosario, proseguía mi consecuente sonrisa y relajo muscular y la tensión neurótica de mis compañeros durante los siguientes 45 minutos que duraba la latera explicación de por qué el reprobado era la persona que nombrarían al final del discurso. Y así me fui salvando semestre a semestre, con la sensación de que no era porque fuera mala, sino porque mi trabajo no era comprendido; hasta que un día temprano, vi un cartel en mi escuela que decía en letras grandes la palabra CASTING y una dirección que anoté en mi agenda. A la hora de almuerzo, sin pensar demasiado fui a la dirección y dije que venía por el casting. Se acercó una muchacha muy amable y me entregó dos escenas de 3 páginas cada una diciendo: “gracias por venir, tienes que aprenderte esto y volver el jueves para la prueba”. Tres días para prepararlo… bastante tiempo. Pero cuando ya me despedía, la muchacha atacó “Ah! Tienes un desnudo de la cintura para arriba, algo poco, no te importa, cierto?”. Tragué saliva, puse cara de cool y respondí con el clásico: “si está justificado en el texto no hay problema, siempre que sea un desnudo artístico”. ¡Dios mío, sólo tres días para hacer dieta, abdominales, ponerme crema reafirmante y además preparar dos escenas! Pensé en renunciar. Pensé en olvidarme. Pero después pensé también en que no tenía nada que perder, en que mi carrera aún no comenzaba y que cosas peores que las que me habían dicho en la escuela, ya no me dirían. Y preparé mi casting.
Ese jueves llegué a las 14:23 con mi ropita de taquillera adolescente de población y el texto aprendido con su sutil acento adhoc. Abrí la reja y me encontré con la muchacha de los textos sentada en una mesita. Ella me inscribió, me dio la bienvenida y me invitó a pasar a un corredor al aire libre desde donde se veía una carpa blanca cerrada instalada para la ocasión. Me acerqué a las demás actrices que esperaban (que era muchas) y sentí una tensión incómoda y unos cuchicheos extraños entre ellas. Al principio pensé que era efecto de mi inseguridad. Cuando me aseguré de que no era así, lo atribuí a mi ropita tan bien estudiada. Hasta que me di cuenta de que no tenía nada que ver conmigo y que cuando hablaban, miraban la misteriosa carpa blanca. Me acerqué a una de las que esperaban y le pregunté qué pasaba. “Es que se oyen ruidos extraños desde adentro de la carpa…” (continúa en la próxima entrega).
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