Thursday, March 26, 2009

DECIR QUE SI

Si hay algo de lo que estoy convencida es que para conseguir el trabajo que uno quiere a lo que te pregunten tienes que decir que sí. Aunque la respuesta verdadera sea no, uno dice que sí y después vemos cómo lo hacemos. Como cuando fui a pedir trabajo de garzona:
- ¿Tienes experiencia como garzona?
- ¡Sí!
- ¿Sabes acerca de vinos?
- ¡Por supuesto!
- ¿Hablas inglés?
- Mmmm… entiendo más que hablo… pero entiendo bastante!
- ¿Puedes darme el nombre de algunos restoranes para pedir referencias?
- Eeeeeee…. Es que mi experiencia no es en restoranes, es en banqueteras.
- Bueno, ese tipo de garzones va rotando siempre… habrá que confiar no más. Te vamos a dejar unos días a prueba.
Claro que de ahí en adelante hay que jugársela, ser vivo y aprender rápido. Y así se van consiguiendo cosas, por lo menos el trabajo de garzona lo conseguí, no sin antes dar vuelta una bandeja de pisco sour y responder yes toda la noche a unos alemanes que hablaban ingles peor que yo, si es que se puede.

De eso me acordé cuando leí un cartel que anunciaba un casting para una serie que exigía saber algo de defensa personal tipo karate y ojalá tener rasgos orientales. Llegué a mi casa y me miré al espejo. A pesar de que toda la vida me han dicho que tengo cara de paisana, justo ese día me encontré un aire, una onda entre Lucy Liu y la coreana de Lost. Me puse una blusa de tela brillante con el cuello subido, pero pensé que parecía repartidora de comida china, así que me la quité, me hice un maquillaje bien disimulado que rasgara un pelito mis no orientales ojos y partí al casting abierto para una serie de acción para la televisión.

Cuando llegué casi me devolví a mi casa: todo patronato estaba en el casting, pero pensé que si Merryl había hecho de italiana en los Puentes de Madison, ¿Por qué yo no podía hacer de china? Así que me inscribí (me tocaba después de Zhang Heng) y me senté a esperar caradura. Más o menos cuarenta minutos después me llamaron a hacer el casting. Había dos tipos dentro del cuarto, el de la cámara y el que te daba las instrucciones, como que dirigía. Entré y me puse en el espacio frente a la cámara. Los tipos levantaron la vista, me miraron, se miraron entre ellos y volvieron a mirarme. El que daba las instrucciones me dijo con mucho tacto, como sin querer ofender “pero tú tienes cara más como de… turquita, linda sí po, súper linda, pero más por ese lado de oriente yo encuentro…” a lo que yo respondí “wwwaaaaaa ¿en serio? desde chica todos me dicen china, china, pa cá y china pa allá…” “aaa… - respondió el tipo- oye… china, ¿sabes algo de artes marciales?” “¡claro! Cuando chica hice …-qué, qué, qué ¿cómo se llamaba lo que hacía mi hermano?!- judo, hice judo y fui cinturón… - di un color, dilo!- café” “¡¡café!! –respondió el de las instrucciones- o sea que eras seca”. Justo tenía que elegir el casi campeón mundial, no podía decir blanco o amarillo, es que qué sabía yo también, pensé en el más feo no más. En eso estaba cuando entró una flaca chica, con cola de caballo y a pata pelá que de inmediato me saludó y se puso en posición. Yo sonreí para el lado y subiendo una ceja pensé que menos mal, porque yo soy más o menos alta (más o menos) e igual tengo fuerza, creo que la suficiente como para defenderme bien de esta chicoca. Y así, con la ceja arriba, le copié la posición.
Bastaron de tres a cinco segundos para que la chicoca me tuviera en el suelo inmóvil. Yo, creyendo que había entendido más o menos por dónde podía ir la cosa, pregunté si podíamos intentarlo de nuevo. Esta vez la mina se ensañó: con un certero movimiento me sacó la ñoña y me dejó lona. De reojo alcancé a ver al de la cámara y al de las instrucciones que miraban todo con tal cara de comer limón que no me quedó más que, hacerme la cool y decir “es que era chica, entonces estoy fuera de training… pero como vieron sé recibir bien los golpes”. Cuando me paré vi, literal, pajaritos volando en mi cabeza. Traté de salir caminando lo más digna posible del lugar, pero no calculé bien y mi hombro chocó con el umbral de la puerta. Menos mal fue el hombro que pasa más piola y no mi nariz. Antes de salir de la cabañita el gordo de los números me detuvo diciéndome que el de las instrucciones me pedía que me sentara un minuto antes de irme. Qué humillación, me sentí última así que forzando una sonrisa le di las gracias y me fui de inmediato. Cuando me senté en el paradero de la esquina me di cuenta de lo molida que había quedado y me consolé a mi misma pensando que igual me había defendido. “Te defendiste cero” me dijo el de las instrucciones sentándose a mi lado y abriendo un chocolito. “Pero por valentía ganaste, eso sí… ¿quieres?” “no gracias – que plancha-” “debí traerte uno…oye – me dijo cambiando el tono a uno más tímido- quería saber si estabas bien” ¿Estaba pinchando?¡Sí, estaba pinchando! Hacía tanto tiempo que no pasaba que pensé que quizás me lo estaba imaginando, así que lo miré y tenía unos ojos tan bonitos! que tuve que dejar de mirarlo. “sí, bien” que tono tan monga, que- tono- tan- monga!! “Ya po – dijo él mirando para abajo- mmm… eso era” “Ya po –respondí yo” “Chau-dijo él parándose” “Chau- respondí” Y así nos dimos vuelta y cada uno se fue para su lado. Después pensé que debí decirle gracias.

YO ME TROPIEZO Y A VECES ME CAIGO

Yo me tropiezo y a veces me caigo. No sé si es un rasgo de mi personalidad, problemas a la vista, al oído… pero me tropiezo y a veces me caigo. Cuando iba al colegio me dijeron varias veces que era porque calzaba muy poco, porque no es que me tropiece con algo, sino que a veces como que se me acaba el suelo y me pego un trastabillón. Cuando era chica, chica, digamos tres o cuatro años, resultaba hasta simpático: me gustaba hacer shows a mis tíos y amigos de mis papás, entonces, en pleno explota explotamexpó se me enredaban las piernas y al suelo miéchica! ,con lo que los grandes, por supuesto, se paraban de sus asientos de inmediato diciendo “¡pachó!¡chi no pachó naaaaaada!” y me inundaban de fuertes aplausos de apoyo y coreaban la canción mientras mi mamá me recogía y me limpiaba el pelón de rodilla. Pero a medida que fui creciendo, lo tierno tendió a desaparecer y la preocupación de mis padres a aumentar, pues pensaban que de verdad quizás tenía algún problema de audición o algo así. Entonces, como a los 9 ó 10 años, comenzaron las visitas al otorrinolaringologo, las que duraron poco porque después de ciertos exámenes claves y un completo interrogatorio, hicieron el diagnóstico vigente hasta hoy: no miro por donde camino. Tal cual, de lesa no más es que me caigo. Y es que soy floja para calcular qué tan grande debe ser el paso o el espacio que hay para darlo, llego y lo doy no más. Además para qué mirar el suelo si es mucho más interesante lo que hay al frente o arriba… Pero eso no fue lo que pensé el primer día de mi colegio nuevo en sexto básico. Habían tocado la campana hacía unos minutos y yo estaba en mi sala del segundo piso guardando unos libros de castellano y ciencias naturales que acababa de comprar. Cuando salí de la sala me di cuenta de que ya todos estaban formados en el patio del primer piso y la escalera para bajar terminaba justo en el lugar donde el inspector hablaba por micrófono para ordenar a la gente y dar informaciones antes de pasar cada uno a su sala. Y ahí estaba yo, en el primer escalón, en el primer día de clases, en mi colegio nuevo y todo entrando en la edad del pavo. Y no tenía más alternativa que bajar esas escaleras y desembocar frente a todo el colegio formado: sin duda todas las miradas vendrían a mí, era el momento de perder…. o ganar. En un segundo armé mi estrategia: caminaría erguida, con los hombros hacia atrás, pero mi cabeza se inclinaría hacia el suelo para mirar los escalones, porque ni una sonrisa, ni una buena postura, nada serviría si de lesa llego al final de la escalera rodando. Y así lo hice: caminé con tiempo, intercalando mi mirada entre los escalones y el horizonte y, a pesar de que mi concentración no me permitía enfocar a ni uno de los formados, sentía cómo las miradas se fijaban en mí y quién sabe, quizás me admiraban. Quedan siete escalones y sigo concentrada, bien. Quedan tres escalones y ni un trastabillón. Llegué a puerto. Estoy al lado del inspector, todo el colegio me mira y me siento la diva del primer día de clases. Y todo por mirar por dónde camino. Busco con la mirada dónde está formado mi curso para tomar mi lugar en la fila, y apenas lo encuentro me dirijo hacia ellos mirando el suelo por donde voy. Iba en el cuarto o quinto paso cuando el fierro de donde cuelga la campana se me atraviesa y me pego cabezazo más sonoro en la historia del establecimiento. Subo la cabeza y, claro, todo el colegio nuevo me mira. Intento huir rápido, escabullirme entre la gente de mi curso, pero antes de lograrlo el inspector, micrófono en mano, me toma del brazo y antes de decirme nada suena mi voz por los parlantes diciendo “¡choqué!”… No puedo creer que haya dicho eso, si iba tan bien! Apenas me oí tan ñoña, tan no-diva, sentí la necesidad de arreglar lo sucedido, por lo que agregué con mi mejor sonrisa de nerd “¡pero ni me dolió!”, con lo que el colegio, finalmente, estalló en carcajadas y me dedicaron sendas imitaciones de focas. Cuando finalmente llegué a mi fila todos me miraban como bicho raro y oí el “choqué” cada vez que alguien pasaba al lado mío hasta las vacaciones de invierno. Gracias a Dios por las vacaciones de invierno.