(viene de la entrega anterior) Me di cuenta de que cuando hablaban, miraban la misteriosa carpa blanca. Me acerqué a una de las que esperaban y le pregunté qué pasaba. “Es que se oyen ruidos extraños desde adentro, como gemidos”. Apenas habiendo dicho eso, salió una niña de la famosa carpa, a la que todas se abalanzaron preguntándole qué onda adentro. “Bueno, primero te hacen hacer tu escena y después teníh que sacarte pa´rriba y hacer como que tirai arriba de un banca… es fuerte igual”. Tales declaraciones causaron fuerte impacto: algunas de las que esperaban agarraron sus cosas y se fueron, otras decían que iban a “quemar su carrera” y otras, derechamente, no querían que les miraran las pechugas. Personalmente, tomé el asunto como un desafío personal, después de todo no tenía carrera que quemar, ni siquiera académica, ni tenía grandes pechugas para que me miraran y, por último, no tenía nada mejor que hacer esa tarde, así que me senté a esperar. Conforme fueron pasando las horas, la tensa espera comenzó a hacerse latera y, tipín 20:42 comencé a repasar el acentillo de taquillera adolescente de población para refrescar lo practicado y matar el tiempo. En eso estaba cuando de la carpa llamaron a la penúltima niña de la lista de espera (yo era la última). Me dio ataque. Me comieron los nervios. Encontré que mi ropita era macabra y mi acento peor, me pregunté qué mierda hacía ahí si era la peor del curso y temí por mi integridad psicológica, ¡¡¿qué mierda hago si ya llevo 7 horas esperando?!!. Como yo era la última, entonces no quedaba nadie en el corredor y me acerqué sin pudor a la puerta de la carpa, desde donde escuché fuertes “¡ay!¡ay!¡mm!¡que rico!¡más!...” y de pronto alguien interrumpiendo “oye, oye, sabes que está súper bien, pero trata de no hacer tanto escándalo, trata de gritar menos”, palabras que me espantaron terriblemente, morí de miedo, no entro ni cagando, que plancha, que terror, que… “¡siguiente!” salieron llamando de adentro de la carpa y yo casi en la puerta de salida! Tenía que decidir en una fracción de segundos si huía corriendo o me devolvía digna a hacer lo que había preparado. “¿Tú eres la última?” preguntaron. “Sí, soy yo”, después de todo ya había esperado todo el día. Me comí la plancha y entré.
Adentro, un gordito chascón muy simpático me dio las instrucciones: debía hacer mi escena, aquella de la ropita y el acento, mirando a cámara. No me dijo nada de la segunda parte, entonces pensé que seguramente estaría hasta el coco de mirar pechugas y rollos, que de seguro yo no lo haría y tranquila con esa creencia hice mi escena. “Salió buena” pensé. “¿Quieres hacerla de nuevo?” preguntó. “Mierda, salió como el hoyo” rectifiqué. Y quise tirarle la pelota a él: “no, a no ser que tú quieras repetirla” dije. Él negó con la cabeza y me dijo que pasáramos a la segunda parte…. Y pensé que me había salvado… cagué. El gordito me dio las instrucciones: “¿entendido?” preguntó. Un ahogado “sí” salió de mi boca y me preparé para la escena: me saqué la polera (me viera mi papá!!), me saqué el sostén (mi tía abuela se muere…!), me levanté la mini y me monté, una pierna a cada lado, sobre una banca. Y comencé, sin poder creerlo, a fornicar a la suertuda banquita. Mientras lo hacía pensaba en “trata de gritar menos” y controlaba mis gemidos, pensaba también en endurecer las piernas y hundir la guata, y, por último, pensé en que seguro hacer eso que estaba haciendo era pecado, así que ahora sí que me iban a negar la entrada al cielo, justo en el momento en que terminaba mi performance con un cachondo “Qué bien me lo haces…!”, y el gordito dijo corte. Yo me reía sola mientras me vestía, no podía creer lo que había hecho recién. Terminé de ponerme la ropita de taquillera adolescente de población y, cuando me estaba yendo, el gordo y la muchacha me pararon y dijeron: “normalmente no hacemos ningún comentario en los castings, pero tenemos que decirte que, después de 10 horas de ver niñas, es un agrado terminar con una actriz tan buena como tú. Encontraste el personaje preciso en la primera y lo segundo fue muy profesional, así que nos vamos contentos”. ¡¡¿QUÉ?!!¡¡¿A MÍ!?! No me quedó más que decir un tímido “gracias, yo también lo pasé bien” y, apenas cruzar la salida, reírme como las locas.
Monday, January 23, 2006
Si está justificado... I
Recuerdo mi primer casting. Había entrado hacía dos años a la escuela de teatro y lo cierto es que no era una de las alumnas destacadas de la institución: preparaba mis personajes con mucho ahínco, luchaba porque el prescindible “guardia n°7” o el irrelevante “amigo n°2” tuvieran un lugar memorable dentro de la obra que montáramos. Y no crean, mis esfuerzos lograban aceptación dentro del público que iba a ver los exámenes de mi curso, sobre el “guardia n°17”, por ejemplo, la abuela de un compañero mío comento, cuando yo pasaba por su lado “¡Ahora me puedo sentir segura, ha llegado la policía!” palmoteando mi espalda. Pero esto no lo entendían los profesores. Llegado el momento de la evaluación, ellos comenzaban: “Hay un alumno reprobado en el curso”. Todos temblábamos. Yo más. Giraban el rostro hasta enfrentar mi cara y continuaban mirándome: “tus personajes son olvidables, no logras transmitir emociones y no es porque tu papel haya sido chico, porque no existen los personajes chicos, sino los actores chicos… Supusimos todo el semestre que ibas a echarte el ramo, sin embargo, tienes un 4.2 y tú no eres la reprobada”. A tal descalificativo y, luego, salvador rosario, proseguía mi consecuente sonrisa y relajo muscular y la tensión neurótica de mis compañeros durante los siguientes 45 minutos que duraba la latera explicación de por qué el reprobado era la persona que nombrarían al final del discurso. Y así me fui salvando semestre a semestre, con la sensación de que no era porque fuera mala, sino porque mi trabajo no era comprendido; hasta que un día temprano, vi un cartel en mi escuela que decía en letras grandes la palabra CASTING y una dirección que anoté en mi agenda. A la hora de almuerzo, sin pensar demasiado fui a la dirección y dije que venía por el casting. Se acercó una muchacha muy amable y me entregó dos escenas de 3 páginas cada una diciendo: “gracias por venir, tienes que aprenderte esto y volver el jueves para la prueba”. Tres días para prepararlo… bastante tiempo. Pero cuando ya me despedía, la muchacha atacó “Ah! Tienes un desnudo de la cintura para arriba, algo poco, no te importa, cierto?”. Tragué saliva, puse cara de cool y respondí con el clásico: “si está justificado en el texto no hay problema, siempre que sea un desnudo artístico”. ¡Dios mío, sólo tres días para hacer dieta, abdominales, ponerme crema reafirmante y además preparar dos escenas! Pensé en renunciar. Pensé en olvidarme. Pero después pensé también en que no tenía nada que perder, en que mi carrera aún no comenzaba y que cosas peores que las que me habían dicho en la escuela, ya no me dirían. Y preparé mi casting.
Ese jueves llegué a las 14:23 con mi ropita de taquillera adolescente de población y el texto aprendido con su sutil acento adhoc. Abrí la reja y me encontré con la muchacha de los textos sentada en una mesita. Ella me inscribió, me dio la bienvenida y me invitó a pasar a un corredor al aire libre desde donde se veía una carpa blanca cerrada instalada para la ocasión. Me acerqué a las demás actrices que esperaban (que era muchas) y sentí una tensión incómoda y unos cuchicheos extraños entre ellas. Al principio pensé que era efecto de mi inseguridad. Cuando me aseguré de que no era así, lo atribuí a mi ropita tan bien estudiada. Hasta que me di cuenta de que no tenía nada que ver conmigo y que cuando hablaban, miraban la misteriosa carpa blanca. Me acerqué a una de las que esperaban y le pregunté qué pasaba. “Es que se oyen ruidos extraños desde adentro de la carpa…” (continúa en la próxima entrega).
Ese jueves llegué a las 14:23 con mi ropita de taquillera adolescente de población y el texto aprendido con su sutil acento adhoc. Abrí la reja y me encontré con la muchacha de los textos sentada en una mesita. Ella me inscribió, me dio la bienvenida y me invitó a pasar a un corredor al aire libre desde donde se veía una carpa blanca cerrada instalada para la ocasión. Me acerqué a las demás actrices que esperaban (que era muchas) y sentí una tensión incómoda y unos cuchicheos extraños entre ellas. Al principio pensé que era efecto de mi inseguridad. Cuando me aseguré de que no era así, lo atribuí a mi ropita tan bien estudiada. Hasta que me di cuenta de que no tenía nada que ver conmigo y que cuando hablaban, miraban la misteriosa carpa blanca. Me acerqué a una de las que esperaban y le pregunté qué pasaba. “Es que se oyen ruidos extraños desde adentro de la carpa…” (continúa en la próxima entrega).
Thursday, January 12, 2006
No soy Carla Villanueva!
A veces me pregunto ¿para qué ir e ir y seguir yendo a los castings?¿cuáles son las posibilidades de que, entre chorrocientas mujeres con bellezas de todos tipos, justo, justito, justitito la que necesiten sea yo? Debe ser porque me cuesta renunciar a las cosas, porque la insistencia es mi bandera de lucha y… por siaca.
Y es que creo que siempre he sido así, insistente, tonta de idea fija, terca hasta el final, aunque a veces no valga la pena. Los deportes son el mejor ejemplo. Comencé a hacer gimnasia olímpica cuando tenía cuatro años. Todos los adultos me admiraban en las presentaciones porque era la más chiquitita del equipo, y, cuando caía, se reían y me aplaudían para alentarme. Sin embargo, los años pasaron y, a pesar de que me levantaba tempranito a entrenar y me inspiraba viendo la vida de Nadia comanechi cada vez que la daban en “tardes de cine”, las caídas pasaron a ser porrazos, las risas se convirtieron en sentidos “uuuhhh” y las únicas medallas que obtuve fueron las de chocolate que compraba en el kiosco afuera del gimnasio. Después hice voleibol. Esa era la mía: estaban todas mis amigas del colegio y el entrenador era lo más guapo que había visto, además de seleccionado nacional. Entrenaba tres veces a la semana y no faltaba nunca, mis brazos de volvieron de acero con los golpes de la pelota, ensayaba cada día los piques porque, según mi papá, siempre corrí con las patas chuecas y hacía miles de sentadillas para fortalecer mis muslos y resistir los diabólicos remaches del rival. Pero cuando llegaba el momento de competir… a la banca. No importa!, hacía barra, además igual ganábamos los partidos, así que me iba a celebrar a la cancha como si yo misma hubiera marcado el último punto. “Pal otro me tocará”, decía yo, pero llegaba el otro y yo… en la banca. Terminé siendo la aguatera, y la verdad es que estaba bien porque era pésima jugando. Hasta que se me ocurrió meterme a cien metros planos. Entrenaba todos los días en el estadio local, mi elongación era buena por mis años de gimnasia, así que hacía buenos calentamientos e intentaba copiar todos los movimientos de Carla Villanueva, temida y respetada, corría como el viento y tenía estilo. Hasta que un día nos fue a visitar el rector del colegio, miró como calentábamos junto al entrenador y quiso ver una competencia. Palmoteó la espalda de Carla Villanueva. “Ya todos conocen a nuestra campeona de siempre” dijo y dijo también “¿Quién quiere correr contra ella? A ver si hay campeona nueva pueh!” Todas nos miramos en silencio. Nadie se atrevía a tal osadía (o estupidez, quizás), nadie, excepto… “veo una mano levantada”, dijo el rector. Obvio que era la mía. Caminé a la pista en cámara lenta, tome posición de partida, miré de reojo cómo Carla se sonreía, miré el final de la pista y noté el calor del suelo que subía simulando el reflejo del agua. De pronto la ambición comenzó a invadirme y quise ganar: cerré los ojos, sentí cómo una fuerza interna se iba apoderando de mi cuerpo y tuve la certeza de que correría como nunca lo había hecho antes ni lo haría después, de que ese día sería héroe, de que vencería a Carla Villanueva y mi historia cambiaría. Abrí los ojos, oí el balazo y comencé a correr gritando.
Carla Villanueva me venció por mucho. MUCHO. Y, disimuladamente se burló de mí. Todos lo hicieron. Pero el rector reconoció mi esfuerzo, dijo que había sido valiente y, ante el estupor general, me rindió un homenaje invitándome a comer helado en la plaza del pueblo. Tantos años insistiendo finalmente daban recompensa, ¿por qué habría de ser distinto ahora?
Y es que creo que siempre he sido así, insistente, tonta de idea fija, terca hasta el final, aunque a veces no valga la pena. Los deportes son el mejor ejemplo. Comencé a hacer gimnasia olímpica cuando tenía cuatro años. Todos los adultos me admiraban en las presentaciones porque era la más chiquitita del equipo, y, cuando caía, se reían y me aplaudían para alentarme. Sin embargo, los años pasaron y, a pesar de que me levantaba tempranito a entrenar y me inspiraba viendo la vida de Nadia comanechi cada vez que la daban en “tardes de cine”, las caídas pasaron a ser porrazos, las risas se convirtieron en sentidos “uuuhhh” y las únicas medallas que obtuve fueron las de chocolate que compraba en el kiosco afuera del gimnasio. Después hice voleibol. Esa era la mía: estaban todas mis amigas del colegio y el entrenador era lo más guapo que había visto, además de seleccionado nacional. Entrenaba tres veces a la semana y no faltaba nunca, mis brazos de volvieron de acero con los golpes de la pelota, ensayaba cada día los piques porque, según mi papá, siempre corrí con las patas chuecas y hacía miles de sentadillas para fortalecer mis muslos y resistir los diabólicos remaches del rival. Pero cuando llegaba el momento de competir… a la banca. No importa!, hacía barra, además igual ganábamos los partidos, así que me iba a celebrar a la cancha como si yo misma hubiera marcado el último punto. “Pal otro me tocará”, decía yo, pero llegaba el otro y yo… en la banca. Terminé siendo la aguatera, y la verdad es que estaba bien porque era pésima jugando. Hasta que se me ocurrió meterme a cien metros planos. Entrenaba todos los días en el estadio local, mi elongación era buena por mis años de gimnasia, así que hacía buenos calentamientos e intentaba copiar todos los movimientos de Carla Villanueva, temida y respetada, corría como el viento y tenía estilo. Hasta que un día nos fue a visitar el rector del colegio, miró como calentábamos junto al entrenador y quiso ver una competencia. Palmoteó la espalda de Carla Villanueva. “Ya todos conocen a nuestra campeona de siempre” dijo y dijo también “¿Quién quiere correr contra ella? A ver si hay campeona nueva pueh!” Todas nos miramos en silencio. Nadie se atrevía a tal osadía (o estupidez, quizás), nadie, excepto… “veo una mano levantada”, dijo el rector. Obvio que era la mía. Caminé a la pista en cámara lenta, tome posición de partida, miré de reojo cómo Carla se sonreía, miré el final de la pista y noté el calor del suelo que subía simulando el reflejo del agua. De pronto la ambición comenzó a invadirme y quise ganar: cerré los ojos, sentí cómo una fuerza interna se iba apoderando de mi cuerpo y tuve la certeza de que correría como nunca lo había hecho antes ni lo haría después, de que ese día sería héroe, de que vencería a Carla Villanueva y mi historia cambiaría. Abrí los ojos, oí el balazo y comencé a correr gritando.
Carla Villanueva me venció por mucho. MUCHO. Y, disimuladamente se burló de mí. Todos lo hicieron. Pero el rector reconoció mi esfuerzo, dijo que había sido valiente y, ante el estupor general, me rindió un homenaje invitándome a comer helado en la plaza del pueblo. Tantos años insistiendo finalmente daban recompensa, ¿por qué habría de ser distinto ahora?
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