“Así que pinché… pinché caradura”. Esa había sido la- frase, por supuesto acompañada de una pícara sonrisita de medio lado, durante un par de días después del casting oriental. Y ya era como impulsiva, me acompañaba en todo lo que hacía: estaba andando en bicicleta y sentía la necesidad de parar y decir “pinché…” con mi sonrisa antes de seguir andando. O estaba revolviendo una olla y con la cuchara de palo en la mano decía “pinché…” y seguía revolviendo. Al tercer día me estaba lavando los dientes y con mi sonrisa de pasta reflejada en el espejo dije “pinché…” y ahí mismo
la afirmación se transformó en pregunta “¿habré pinchado o me estaré pasando el rollo?” porque quizás el tipo de verdad pensó que había quedado medio tonta en manos de la chicoca esa y me fue a ver por pura humanidad…. En todo caso todo quedaría en nada porque al famoso pinche no le sabía ni el nombre, menos dónde trabajaba y era primera vez que lo veía en la cabañita de los casting, entonces quizás nunca me lo volvería a topar. ¿O sí? Y así, mirándome al espejo con la boca blanca de pasta de dientes, decidí que topármelo era el incentivo perfecto para ponerme en forma, como una actriz debe estar siempre, y por lo demás si me veía, mejor que me viera mina, aunque me estuviera pasando el rollo. Así que me preparé para salir a trotar: me puse mi buzo “Everest”, me hice su cola de caballo y planeé el recorrido: iría por el parque hasta plaza italia, chalalá, chalalá… unas quince a veinte cuadras más o menos, y salí del ascensor con toda mi energía. En la puerta del edificio di algunos saltos para calentar (después de todo ya había pasado un rato desde la última vez), estiré un poco el tronco y me lancé con todo. Al final de la primera cuadra comencé a respirar cortadito. Bajé la potencia para resistir. Al final de la segunda cuadra, la zapatilla me apretaba el empeine del pie derecho. Paré sin dejar de trotar y luego, con la respiración aún cortada, bajé a soltar un poco el cordón. Volví a subir y seguí rauda: ahora sí que me tiro hasta el final. El final de la tercera cuadra anduvo sin problemas, pero cuando estaba como en la mitad de la cuarta me empezó la típica puntada al ladito. Intenté hacerme la loca, elongar un poco la cintura como ula-ula y seguir, pero no engañaba a nadie: ya sudaba, aún respiraba cortito, cojeaba un poco por lo del empeine y la maldita puntada seguía sin compasión. Cinco minutos y diecisiete segundos después de salir, volví a entrar al edificio molida de cuerpo, humillada de alma y pateada en el suelo, además, por las palabras del conserje que muy liviano me dijo “chita que le duró poco la corría”. Ahora, ¿qué tiene de bueno esta experiencia? Que llegué a mi casa echa bolsa, me saqué la ropa y me metí a la ducha. Y la ducha de mi casa es bacán, como es edificio antiguo el agua caliente funciona con calderas y es una delicia. Y en eso estaba, con el pelo lleno de shampoo cuando oí que mi celular sonaba en la pieza. Al principio pensé que filo, que estaba en la ducha y filo no más, pero el teléfono de porquería siguió sonando y me vino ese síndrome que da cuando te decidiste a responder pero ya ha sonado mucho, entonces van a colgar en cualquier momento, pero no cuelgan, pero pueden colgar, así que me salí de la ducha rajada, me puse así no más la toalla y comencé a correr mojada, resbalosa y despavoridamente por el pasillo diciendo “¡¡ya voy, no corte!!” como si alguien me fuera a oír. Por supuesto que ya habían cortado cuando agarré el teléfono de encima de la mesita e intentando frenar, me fui de espalda al loro cual monito animado resbalando con un plátano. Tal cual. Inmóvil unos segundos, verifiqué y todo estaba en su lugar, inmensamente adolorido, pero en su lugar, menos la toalla que voló lejos. Empapada y en el suelo sentí como mi teléfono volvía a sonar en mi mano. “Aló?” atendí desde la catacumba, “¿Así que pinchaste?!” oí la voz de Camila al otro lado de la línea. “Sí galla – respondí pilucha, molida, pero con mi sonrisa de medio lado- pinché caradura”.
la afirmación se transformó en pregunta “¿habré pinchado o me estaré pasando el rollo?” porque quizás el tipo de verdad pensó que había quedado medio tonta en manos de la chicoca esa y me fue a ver por pura humanidad…. En todo caso todo quedaría en nada porque al famoso pinche no le sabía ni el nombre, menos dónde trabajaba y era primera vez que lo veía en la cabañita de los casting, entonces quizás nunca me lo volvería a topar. ¿O sí? Y así, mirándome al espejo con la boca blanca de pasta de dientes, decidí que topármelo era el incentivo perfecto para ponerme en forma, como una actriz debe estar siempre, y por lo demás si me veía, mejor que me viera mina, aunque me estuviera pasando el rollo. Así que me preparé para salir a trotar: me puse mi buzo “Everest”, me hice su cola de caballo y planeé el recorrido: iría por el parque hasta plaza italia, chalalá, chalalá… unas quince a veinte cuadras más o menos, y salí del ascensor con toda mi energía. En la puerta del edificio di algunos saltos para calentar (después de todo ya había pasado un rato desde la última vez), estiré un poco el tronco y me lancé con todo. Al final de la primera cuadra comencé a respirar cortadito. Bajé la potencia para resistir. Al final de la segunda cuadra, la zapatilla me apretaba el empeine del pie derecho. Paré sin dejar de trotar y luego, con la respiración aún cortada, bajé a soltar un poco el cordón. Volví a subir y seguí rauda: ahora sí que me tiro hasta el final. El final de la tercera cuadra anduvo sin problemas, pero cuando estaba como en la mitad de la cuarta me empezó la típica puntada al ladito. Intenté hacerme la loca, elongar un poco la cintura como ula-ula y seguir, pero no engañaba a nadie: ya sudaba, aún respiraba cortito, cojeaba un poco por lo del empeine y la maldita puntada seguía sin compasión. Cinco minutos y diecisiete segundos después de salir, volví a entrar al edificio molida de cuerpo, humillada de alma y pateada en el suelo, además, por las palabras del conserje que muy liviano me dijo “chita que le duró poco la corría”. Ahora, ¿qué tiene de bueno esta experiencia? Que llegué a mi casa echa bolsa, me saqué la ropa y me metí a la ducha. Y la ducha de mi casa es bacán, como es edificio antiguo el agua caliente funciona con calderas y es una delicia. Y en eso estaba, con el pelo lleno de shampoo cuando oí que mi celular sonaba en la pieza. Al principio pensé que filo, que estaba en la ducha y filo no más, pero el teléfono de porquería siguió sonando y me vino ese síndrome que da cuando te decidiste a responder pero ya ha sonado mucho, entonces van a colgar en cualquier momento, pero no cuelgan, pero pueden colgar, así que me salí de la ducha rajada, me puse así no más la toalla y comencé a correr mojada, resbalosa y despavoridamente por el pasillo diciendo “¡¡ya voy, no corte!!” como si alguien me fuera a oír. Por supuesto que ya habían cortado cuando agarré el teléfono de encima de la mesita e intentando frenar, me fui de espalda al loro cual monito animado resbalando con un plátano. Tal cual. Inmóvil unos segundos, verifiqué y todo estaba en su lugar, inmensamente adolorido, pero en su lugar, menos la toalla que voló lejos. Empapada y en el suelo sentí como mi teléfono volvía a sonar en mi mano. “Aló?” atendí desde la catacumba, “¿Así que pinchaste?!” oí la voz de Camila al otro lado de la línea. “Sí galla – respondí pilucha, molida, pero con mi sonrisa de medio lado- pinché caradura”.